Los problemas en la economía mundial se amontonan sin solución. Después del triunfo del Brexit, la llegada de Trump a la Casa Blanca con su agenda de nacionalismo económico y medidas proteccionistas abre un escenario extraordinariamente incierto.
Nuevas contradicciones
Lenin decía que la política es economía concentrada, pero también la influencia de los procesos políticos en la marcha de la economía son decisivos: las causas se transforman en efectos y los efectos en causas. A finales de los años ochenta, el capitalismo mundial experimentó un periodo de crecimiento que se prolongó casi dos décadas. Las derrotas de los trabajadores en Europa y en los países neocoloniales, el giro a la derecha de las organizaciones tradicionales y el colapso del estalinismo, permitieron la imposición de la agenda neoliberal e indujeron una nueva división del trabajo internacional, con la apertura de nuevos mercados, la expansión del comercio mundial y el avance de la “globalización”. El capitalismo europeo y estadounidense, junto con China, registraron un importante crecimiento salpicado de breves recesiones (desde 1987 hasta 2007 aproximadamente). Por supuesto, el recurso al endeudamiento masivo y el crecimiento del capital ficticio ayudaron a prolongar el boom de los años noventa más allá de sus límites naturales.
La gran interdependencia económica y financiera creó el substrato para que la gran recesión que estalló en 2008 se extendiera virulentamente. A partir de entonces nuevas contradicciones se han desarrollado a gran escala. El caso de China es muy relevante. El gigante asiático fue clave para absorber cantidades ingentes de capital occidental y mercancías de alto valor añadido (provenientes de EEUU, Japón o Alemania), con lo que el Estado y la burguesía china levantaron su músculo industrial y exportador. Los efectos en los países desarrollados fueron evidentes, aumentando la tasa de beneficios capitalista, deprimiendo los salarios y reduciendo los costes de producción gracias a la deslocalización de la industria.
Pero el auge de China tuvo también otros efectos: al convertirse en el taller del mundo y obtener un superávit comercial extraordinario, se transformó en una gran potencia económica. China habla el mismo lenguaje que EEUU y la UE y, de representar un factor de progreso para el capitalismo, dialécticamente se ha transformado en una fuente de desestabilización. Por supuesto, también ha llegado el momento de que China sufra los efectos de la sobreproducción y los males que aquejan al resto de las economías desarrolladas.
Un panorama desolador
El régimen chino impulsó numerosos planes de inversión estatal (keynesianismo) que temporalmente evitaron los efectos más negativos de la gran recesión, pero no han podido evitar la sobreproducción. De hecho, los desequilibrios de la economía china se han multiplicado: la deuda pública se triplicó desde 2008 y roza el 300% de su PIB (4,45 billones de euros); se ha creado una formidable burbuja bursátil, bancaria e inmobiliaria que ha estallado parcialmente, y la perspectiva de millones de despidos pende como una espada de Damocles sobre el régimen. No es casual que The Financial Times haya planteado que China se aproxima a su “momento Lehman”.
La situación de las otras llamadas economías emergentes es más dramática aún. Brasil ha terminado 2016 con una caída del PIB superior al 3,5% y el despido de millones de trabajadores. La situación en Rusia, en Sudáfrica, en Turquía, muestra el mismo panorama: una recesión generalizada por el colapso del precio de las materias primas y una deuda pública que crece exponencialmente multiplicando el déficit presupuestario.
En otros centros neurálgicos del capitalismo mundial, la perspectiva es igual de deprimente. Es el caso del capitalismo japonés, que tras inyectar cientos de miles de millones de dólares en su economía, sigue lastrado por el estancamiento más largo de la historia: 0,9% de crecimiento en 2016 y 0,8% de previsión para 2017. Respecto a la recuperación económica en EEUU, la falta de vigor y consistencia sigue siendo la nota dominante. Según el FMI, el PIB ha crecido un 1,6% en 2016 y prevé un 2,3% para 2017, y las estadísticas oficiales hablan de un total de 15 millones de puestos de trabajo creados desde 2010, lo que no ha impedido una caída espectacular de los niveles de vida ya que los nuevos empleos en su mayoría son con bajos salarios.1
En Europa, los obstáculos que se interponían en el camino hacia la recuperación han aumentado con el Brexit. El comportamiento de la zona euro en 2016 ha sido malo, tan sólo un crecimiento del 1,6% y la previsión del FMI para 2017 es del 1,7%. La desaceleración de Alemania es evidente: 1,7% de crecimiento del PIB en 2016 y una previsión del 1,6% para 2017. En Francia e Italia la situación es alarmante: 1,3% y 0,9% en 2016 y 1,3% y 0,7% para 2017 respectivamente y, en el caso italiano, se suma el caos de su sistema bancario. En Gran Bretaña, con un crecimiento del 2% en 2016, la perspectiva para 2017 se reduce a 1,5%. El último informe de la Comisión Europea desprende pesimismo: “La incertidumbre es generalizada (…) Los riesgos se han intensificado en la estela del Brexit, que es una especie de indicador adelantado de una nueva oleada de protestas antiglobalización y de la tendencia hacia el proteccionismo, el nacionalismo económico y el aislacionismo tanto en Europa como en el mundo”.
La economía europea camina hacia el abismo. Los planes de ajuste, recortes y austeridad no han logrado generalizar la recuperación y han provocado graves desequilibrios económicos, sociales y políticos.
A pesar de los billones invertidos en su rescate y saneamiento desde 2008, los problemas del sector financiero no han dejado de multiplicarse. La razón sigue siendo la gran cantidad de activos tóxicos y créditos impagables que todavía lastran el sector. Las enormes cantidades de liquidez puestas al servicio de los bancos no han servido para reanimar la inversión productiva, pero sí han provocado un trasvase formidable de la deuda financiera a los Estados nacionales. Según el Instituto Internacional de Finanzas, en estos momentos la deuda pública global supera los 217 billones de dólares, el equivalente a un 327% del PIB mundial.
La dinámica caótica del sistema se observa también en una actividad especulativa frenética. Desde verano de 2015, a raíz de la abrupta caída de los parqués chinos, las bolsas mundiales acumulan una pérdida de capitalización de más de 18 billones de dólares, y la situación no se ha revertido en 2016. Pero una gran cantidad de este capital es ficticio, no refleja la creación de riqueza productiva. Otro dato significativo es la lluvia de crédito que ha inundado América Latina en particular, pero también Asia y África en los últimos años y que supone cerca de 7 billones de dólares que se están volviendo impagables.2
A pesar de la liquidez abundante, de que la deuda alemana o austriaca está pagando intereses negativos, de que los fondos especulativos vuelven a alcanzar niveles récord y una parte sustancial de los beneficios mundiales se refugian en paraísos fiscales…, el sistema sigue atenazado por la “falta de demanda”. La razón de toda esta sin razón es evidente: la crisis de sobreproducción persiste, y no tiene sentido invertir en la producción real si no hay posibilidades de alcanzar una tasa de ganancias significativa.
Trump y el nacionalismo económico
La crisis global tiene como efecto más sobresaliente una dura pugna por el control del mercado mundial entre China y EEUU, y la amenaza que supone la irrupción del dragón asiático a la supremacía estadounidense. Basta sólo un dato: si el imperialismo chino superó en 2010 a Alemania como primer exportador mundial de mercancías, en 2015 lo hizo como exportador neto de capital.
El nacionalismo económico y las declaraciones incendiarias de Donald Trump hay que situarlas como parte de esta gran batalla: “la globalización (…) elimina la clase media y nuestros empleos (…) Nuestro país estará mejor cuando empecemos a fabricar nuestros propios productos nuevamente, volviendo a atraer a nuestras costas nuestras otrora grandes capacidades manufactureras”.3 Pero no hay que ser ingenuos. El nacionalismo económico de Trump es la envoltura de un programa imperialista que pretende salvaguardar la posición de los monopolios estadounidenses en el mercado mundial. La verdad es que EEUU no puede retirarse de los asuntos mundiales, sino todo lo contrario. Las exportaciones estadounidenses se han encarecido bruscamente porque la divisa estadounidense se ha apreciado mucho, hasta alcanzar recientemente su mayor nivel de los últimos 14 años. Y en términos de las relaciones internacionales, es precisamente su pérdida de influencia, y el avance de China, incluso de Rusia como se ha puesto de manifiesto en la guerra de Siria, lo que está detrás del discurso incendiario de Trump.
Trump no es la opción de los sectores estratégicos del capital norteamericano. Pero la burguesía norteamericana lo ha preferido antes de ver a Bernie Sanders como presidente de los EEUU. Intentando frenar la lucha de clases, y apartando lo que ellos consideraban el mayor peligro, los capitalistas han cosechado un resultado inesperado.
La pretensión de Trump de imponer aranceles del 35% a las exportaciones de multinacionales norteamericanas que produzcan en China y en México —para forzarlas a repatriar sus inversiones—, y del 45% a los bienes provenientes de China ya ha provocado severas reacciones. Medidas proteccionistas semejantes conducirían a una guerra comercial con China y Europa. La respuesta del régimen de Beijing no se haría esperar mucho, tanto en lo que respecta a las importaciones estadounidenses como a la posible repatriación de una parte de los billones de dólares que financian la deuda pública norteamericana y que están en manos del Tesoro chino. También en Europa, las manifestaciones de Trump han causado una gran irritación. Además, Trump ha visto en el Brexit británico una gran oportunidad para un gran acuerdo bilateral con Gran Bretaña y debilitar a la UE, o lo que es lo mismo, a uno de los principales competidores de EEUU en el mercado mundial, Alemania.
La paralización de los acuerdos multilaterales como el famoso TTIP (Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones), el TTP (Tratado Transpacífico), o el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), del que Trump ha dicho que retirará a Estados Unidos a menos que se renegocie de una forma que lo satisfaga, hundirán aún más el comercio mundial4 y puede provocar una recesión inmediata en México.
Una política de acción-reacción semejante no parece que llene de alegría a los sectores decisivos del capitalismo norteamericano —que dependen mucho del mercado mundial— ¡Más bien se les ponen los pelos de punta! En cualquier caso es prematuro establecer ninguna perspectiva cerrada. Como la historia demuestra, en los momentos de crisis aguda como el actual los acontecimientos tienen su propia dinámica, y la volatilidad es muy alta.
La otra pata de las promesas de Trump, su plan de inversión en infraestructuras, tiene mucho de truco. La mayor parte del billón de dólares prometidos dependería de la iniciativa del sector privado, al que se pretende estimular con grandes rebajas fiscales (Trump sólo se compromete a invertir 150.000 millones de fondos públicos). Y aquí está el quid de la cuestión. En realidad, en el sector privado sobra liquidez que podría haberse invertido productivamente (la tesorería de las empresas americanas y europeas desbordan) y más con los tipos de interés en cero o negativos. ¿Por qué no se hace? Porque las expectativas de retorno de beneficio empresarial en el sector productivo son muy bajas, y si el capital se bloquea en este frente, es el juego bursátil y la especulación lo que capta su atención. Desde la elección de Trump el índice Dow Jones no ha dejado de subir, alcanzando a finales de enero los 20.000 puntos por primera vez en su historia.
En definitiva, una cosa son las promesas y otra los hechos. Muchos han comparado el plan de Trump con el de Reagan, que elevó el déficit presupuestario a niveles estratosféricos pero logró crear millones de empleos. Sin embargo, esta comparación es mecánica y no contempla que Reagan se benefició de un entorno internacional favorable, marcado por la derrota del movimiento obrero en EEUU, Europa y en el mundo neocolonial, y por el colapso del estalinismo. ¿Estamos ante la misma situación? Por supuesto que no. Trump se enfrenta a una feroz lucha de clases en casa, y la perspectiva a corto plazo no es precisamente un periodo de auge económico mundial.
Perspectivas
El nacionalismo económico vuelve a renacer, no por factores subjetivos derivados del carisma de ciertos individuos, sino como una tendencia objetiva fruto de los procesos que se dan en la economía mundial. La globalización es atacada como la causa de la decadencia nacional, pero es la propiedad privada de los medios de producción y la existencia del Estado nacional lo que impide el avance de las fuerzas productivas.
En resumen. Cada vez más economistas burgueses reconocen que, si las tendencias actuales se mantienen, puede ser inevitable una nueva recesión en Europa y EEUU, incluso una depresión severa de la economía mundial similar a la de los años 30 del siglo XX. Por supuesto, sería imprudente infravalorar las maniobras del gran capital para evitarlo, pero de lo que no cabe duda es que el actual estancamiento del comercio, la persistencia de la crisis de sobreproducción, el desempleo masivo y la desigualdad creciente, seguirán alimentando una polarización económica, política y social con consecuencias dramáticas para la lucha de clases.
1. El 71% de los hogares norteamericanos sostenidos por los programas de ayuda a los pobres son familias cuyo cabeza de familia trabaja, según un informe del Centro de Investigación del Empleo y la Educación de la Universidad de Berkeley, que cifra la factura anual de estas ayudas en 152.000 millones de dólares.
2. El sector privado no financiero en el mundo en vías de desarrollo tiene unas obligaciones de servicio de la deuda que alcanzan el 450% del PIB, casi dos veces lo que el mundo “desarrollado”.
3. Citado en The Wall Street Journal, 26 de junio de 2016.
4. Según los últimos datos de la Organización Mundial del Comercio (OMC), en 2016 el comercio mundial registró un magro crecimiento del 1,7%.
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