Todas las alarmas han vuelto a sonar. Las imágenes difundidas el pasado 17 de diciembre por la CNN en las que se mostraba una verdadera subasta de seres humanos en Libia, donde migrantes eran vendidos por 300 y 400 dólares, han recorrido las televisiones y periódicos de todo el mundo, causando un enorme impacto e indignación. El presidente francés, Emmanuel Macron, o Federica Mogherini, alto representante de la UE para Asuntos Exteriores, eran algunos de los que ponían el grito en el cielo denunciando esta situación y calificándola de inaceptable. Pero sus declaraciones, lamentaos y buenas palabras en defensa de los derechos humanos contrastan enormemente con los intereses que estas mismas personas defienden en Libia y en muchos otros países de África y Asia promoviendo guerras de rapiña y millonarios negocios sobre la base del sufrimiento y la desesperación que viven cada día de su vida millones de personas
No es nada extraordinario encontrar en Nottingham a 14, a 20 niños, comprimidos en un cuartucho que acaso no tiene más que 12 pies cuadrados, consagrados 15 horas de las 24 que trae el día a un trabajo que es ya agotador de por sí por su aburrimiento y monotonía, y además en las condiciones más malsanas que puedan imaginarse… Hasta los niños más pequeños trabajan con una concentración y una celeridad asombrosas, sin dar jamás descanso a sus dedos ni amortiguar sus movimientos. Si se les habla, no levantan la vista de la labor, por miedo a perder un minuto de trabajo. (…) El ‘palo largo’ sirve a las ‘Místresses’ como estímulo, administrado en la proporción en que la jornada de trabajo se alarga. (…) Los niños van agotándose poco a poco y se convierten en seres desasosegados como los pájaros, conforme va acercándose el término de su largo encadenamiento a una faena monótona, mortífera para los ojos, agotadora por la posición constante en que hay que mantener el cuerpo. Es un verdadero trabajo de esclavos”.
Karl Marx, El Capital
Así describía Marx la situación de explotación laboral salvaje que ingentes cifras de niños sufrían en Inglaterra hace más de 150 años. Pudiera parecer que hablamos de una realidad remota, superada y felizmente pasada, pero la realidad es que en el año 2018 la situación que sufren millones de personas, incluidos niños, en todo el mundo nos hace recordar las escalofriantes imágenes que se retrataban en las páginas de El Capital.
Todas las alarmas han vuelto a sonar. Las imágenes difundidas el pasado 17 de diciembre por la CNN en las que se mostraba una verdadera subasta de seres humanos en Libia, donde migrantes eran vendidos por 300 y 400 dólares, han recorrido las televisiones y periódicos de todo el mundo, causando un enorme impacto e indignación. El presidente francés, Emmanuel Macron, o Federica Mogherini, alto representante de la UE para Asuntos Exteriores, eran algunos de los que ponían el grito en el cielo denunciando esta situación y calificándola de inaceptable. Pero sus declaraciones, lamentaos y buenas palabras en defensa de los derechos humanos contrastan enormemente con los intereses que estas mismas personas defienden en Libia y en muchos otros países de África y Asia promoviendo guerras de rapiña y millonarios negocios sobre la base del sufrimiento y la desesperación que viven cada día de su vida millones de personas.
El esclavismo, ¿una práctica del pasado?
Las imágenes de la CNN han puesto de manifiesto una realidad que, aunque oculta, no es para nada excepcional. Se estiman que existen en todo el mundo 45,8 millones de personas esclavizadas, una cifra que equivale aproximadamente a toda la población del Estado español. La esclavitud es además una práctica que ha experimentado un tremendo auge en los últimos años, de forma paralela al desarrollo de la crisis económica. Según Andrew Foster, presidente y fundador de Walk Free Foundation, “durante los últimos cinco años 89 millones de personas llegaron a experimentar alguna forma de esclavitud moderna por períodos de tiempo que abarcan desde unos pocos días hasta cinco años”. Se calcula que el trabajo forzado genera ingresos ilegales por más de 150.000 millones de dólares al año según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), una cifra tres veces superior a los ingresos de Apple en todo un año y superior al PIB de la mayoría de países africanos.
Tal y como revela la OIT, la mayoría de las personas víctimas de la esclavitud trabajan en industrias como la agricultura, la pesca, la construcción, la manufactura, la minería, los servicios y el trabajo doméstico, es decir que la inmensa mayoría forman parte del proceso de producción de bienes. La industria de pescados y mariscos es un gran ejemplo de cómo este tipo de prácticas no son una excepción. Tailandia, por ejemplo, el mayor exportador de mariscos del mundo, es uno de los países famoso por formar las tripulaciones de sus barcos con migrantes birmanos y camboyanos forzados a trabajar como esclavos. Resulta difícil pensar que se trata de una fatídica casualidad: trabajo esclavo en el sector de la primera potencia exportadora de mariscos. Por supuesto no es el único caso, ni mucho menos. Los testimonios al respecto son impactantes y reflejan el tipo de prácticas cada vez más extendidas en este sector: las víctimas son retenidas en barcos durante varios años contra su voluntad, a riesgo de ser tirados por la borda si se niegan a trabajar, extorsionados con dañar a sus familias y viviendo en condiciones infrahumanas.
Guerras imperialistas y refugiados: una cantera de mano de obra esclava
La responsabilidad y complicidad de los gobiernos de las grandes potencias europeas y mundiales a este respecto clama el cielo. De hecho, son los migrantes y los refugiados las primeras víctimas de la explotación esclava. Las políticas económicas de los capitalistas, las recetas del FMI, las guerras imperialistas impulsadas, armadas y fomentadas en terceros países donde las grandes potencias se disputan los recursos naturales y las posiciones geoestratégicas más importantes de todo el mundo juegan un papel vital en esta desastrosa situación. No solamente destruyen países enteros con guerras que les sumen en el caos y la barbarie, que alientan la creación de grupos radicales, de terrorismo, sino que además provocan que cientos de miles de personas huyan de la guerra, del hambre, la miseria o incluso de la persecución política y religiosa.
El caso de Libia –donde el 30% de su PIB procede del tráfico de personas– es muy representativo al respecto. Se calcula que hay cerca de 700.000 refugiados y millares de esclavos, provenientes fundamentalmente del África subsahariana. Estos migrantes son interceptados en su largo camino a Europa por los gobiernos europeos en operaciones conjuntas con el gobierno libio. Como recompensa por evitar físicamente su entrada a Europa, los gobiernos europeos no sólo pagan cuantiosas sumas de dinero al gobierno libio sino que también abastecen el mercado de personas desesperadas e indefensas que terminarán en muchos casos vendidas, maltratadas, vejadas o explotadas en redes de trata por todo el mundo.
La Guardia Costera de Libia –entrenada y financiada por la UE y la OTAN, quienes también les dan apoyo vía aérea y suministran informaciones sobre la localización de migrantes– ha sido frecuentemente acusada de colaborar con milicias y contrabandistas y de violar los derechos humanos de los migrantes. Una vez capturados son llevados a campos de concentración donde son maltratados y muchas veces vendidos como esclavos. Programas como “Fondo África”, firmado el pasado octubre entre Italia y Libia y que aporta cerca de 236 millones de dólares al gobierno de Libia, o la “Operación Sofía”, el operativo actual comandado por el Estado español y anteriormente por Gran Bretaña, representan los acuerdos de la vergüenza entre las grandes potencias europeas y sus representantes, que lloran lágrimas de cocodrilo por la desgraciada suerte de estas personas, mientras pagan a otros por hacer el trabajo sucio, condenando a centenares de miles de personas inocentes a vivir un auténtico infierno en la tierra.
Los que baten récord de beneficios gracias al trabajo esclavo
¿Quiénes se benefician del trabajo de estas personas? La respuesta es bien sencilla: las grandes multinacionales que cotizan en los mayores índices del mundo y cuyos nombres son sinónimo de progreso y modernidad, y que basan su riqueza en extraer hasta la última gota de plusvalía –y en muchas ocasiones de sangre– de trabajadores esclavos para obtener sus beneficios multimillonarios.
La industria de la telefonía móvil, la automoción y los dispositivos electrónicos son una de las grandes impulsoras de esta práctica. Multinacionales como Volkswagen, Apple, Microsoft, Samsung, Sony o HP han sido acusadas por Amnistía Internacional de utilizar trabajo esclavo infantil para la extracción de coltán y cobalto en Congo, donde se encuentra el 80% de los recursos mundiales de coltán, el mineral con el que se fabrican las baterías de sus productos. “Sus dolores musculares y problemas pulmonares son demasiado comunes para tener poco más de 10 años. Lo son también los gritos recibidos, los abusos físicos y psicológicos, las decenas de horas de trabajo diario en una mina. El dólar y medio obtenido por cada fatídica jornada de extracción de cobalto, material fundamental para la fabricación de las baterías que acaban siendo comercializadas por una empresa china cuyos materiales, a su vez, acaban abasteciendo a Volkswagen, Apple, Microsoft, Samsung o HP, según los documentos a los que ha tenido acceso Amnistía Internacional”.
La industria del maquillaje es otra de las grandes beneficiadas del trabajo esclavo infantil, llevando a cabo esa práctica especialmente en la India, donde se encuentran las mayores reservas de mica, el mineral que da brillo a las cremas y pinturas que luego se comercializan, tal y como han denunciado las organizaciones humanitarias Made a Free World y Anti-Slavery International en diversos documentos, campañas e informes a medios de comunicación desde el año 2014.
El textil es otro de los viejos conocidos por emplear el trabajo esclavo, en países como la India. El informe Captured by cotton (Atrapadas en el algodón) relata el proceso de reclutamiento de miles de niñas y jóvenes indias de entre 14 y 20 años por los grandes fabricantes textiles. La inmensa mayoría de ellas pertenece a los Dalit, la casta más baja de la India, considerada impura y dedicada a tareas marginales con míseros salarios: limpiadores, lavanderos, artesanos callejeros… Las adolescentes son atraídas por sus empleadores con falsas promesas de una vida mejor, que incluye comida y alojamiento en las mismas factorías, y empujadas por sus padres por el reclamo de un salario diferido que cobrarán al acabar sus contratos de tres a cinco años, trabajando 72 horas a la semana por un salario de 0,88 euros al día, muchas veces encerradas en las propias fábricas, para costear su dote y contraer matrimonio. Tommy Hilfiger, Timberland, H&M, Marks&Spencer, Diesel, Gap, C&A, El Corte Inglés, Inditex –propietaria de Zara– y Cortefiel, son algunas de las marcas que se hacen de oro de esta forma.
El hecho de que las principales empresas y multinacionales del mundo recurran a estas prácticas es muy ilustrativo: el trabajo esclavo juega un papel muy importante en el proceso productivo y como fuente de riqueza de los grandes capitalistas. Ante esta realidad, es fácil que nos vengan a la cabeza esas previsiones futuristas que todos hemos oído a economistas, sociólogos… en las que se argumenta que el progreso de la tecnología nos lleva inevitablemente al punto en que los trabajadores seamos, en un futuro próximo, sustituidos por la robótica. Ciertamente, el progreso de la tecnología podría desarrollarse hasta el punto de poder liberar de muchos trabajos a los hombres y mujeres de todo el mundo. El problema es que la dinámica del capitalismo no se rige por el criterio de hacer avanzar la sociedad, de hacerla más cómoda y amable para la mayoría, sino de garantizar el máximo beneficio de los grandes propietarios. Y esta lógica es la que demuestra que con tal de garantizar esa razón de ser del sistema que nos rige, todo está justificado: devolver a millones de personas a las condiciones de miseria de hace cientos de años, incluso volver a instaurar prácticas como la venta y explotación de seres humanos, que es mucho más barato y rentable que invertir en ciencia y tecnología.
El esclavismo moderno tiene rostro de mujer
Pero hay que olvidar esa falsa idea de que estas prácticas bárbaras se dan solamente en países azotados por la guerra y la devastación, que comprenden sólo a los países del tercer mundo, porque lo cierto es que también Europa y EEUU conviven con esta realidad oculta. Sin ir más lejos, la Organización Internacional de las Migraciones de la ONU estima que 8.400 personas viven en condiciones que pueden ser calificadas como esclavitud moderna en el Estado español. “En base a nuestra experiencia, en el sector agrícola se explota principalmente a víctimas llegadas de Rumanía, Lituania, Bulgaria o el Magreb. A las asiáticas las llevan a fábricas textiles, talleres o empresas cárnicas”, explica un comisario de la Policía Nacional al diario El País. Como cuando liberaron en el verano de 2015, en una operación conjunta de la Guardia Civil y Europol, a 23 pakistaníes que trabajaban de sol a sol en una red de más de 50 locales de kebabs distribuidos por Málaga, Sevilla, Córdoba, Granada y Jaén. “Los obligaban a cubrir jornadas continuadas sin ningún tipo de descanso y sin recibir a cambio ningún tipo de remuneración”, detallaban fuentes policiales antes de añadir que dormían hacinados en habitaciones con colchones tirados por el suelo y cubiertos con mantas viejas.
Otro dato realmente escalofriante es el que destaca el informe “Estimaciones sobre Esclavitud Moderna 2017”: el 71% de todas esas víctimas de trabajo esclavo a nivel mundial son mujeres y niñas, es decir 29 millones de personas en total. Sobra decir que este porcentaje es aún mayor en casos donde su condición de esclavas responde a que son explotadas sexualmente. El Estado español es uno de los países en los que la explotación con fines sexuales ocupa un mayor porcentaje: el 96%. Rumanas, chinas y nigerianas son las nacionalidades más frecuentes de estas víctimas. Aquí cualquiera pueda vivir de la prostitución de otra, sólo se castiga cuando hay violencia, coacción o una situación abusiva, pero es casi imposible probarlo si la víctima no denuncia. Curiosamente, la legislación española no recogió como delito en el código penal la trata de seres humanos para la explotación sexual hasta el año 2010.
Y es que este tremendo negocio también vive un enorme auge en el Estado español, de forma paralela a los recortes y ataques del Partido Popular en los últimos años. La situación de vulnerabilidad, de desesperación de los sectores más desprotegidos como las mujeres, y especialmente las mujeres inmigrantes, las empuja a acabar prostituyéndose para sobrevivir. Mientras tanto, las mafias, proxenetas y redes de trata hacen su agosto con la connivencia de la mal llamada justicia que mira para otro lado.
Peperos y puteros
Según la ONU, el Estado español es el tercer país del mundo con más demanda de prostitución, después de Tailandia y Puerto Rico. Convertido sin lugar a dudas en un destino de “turismo sexual” da cobijo a lo que es considerado el mayor prostíbulo de toda Europa: los clubs de La Jonquera, en la frontera con Francia. Y es que, según fuentes policiales, en todo el Estado hay más de 1.700 clubes de alterne que mueven 5 millones de euros ¡al día!, sin contar el dinero de la publicidad, periódicos incluidos.
El calvario de las víctimas es un daño colateral y sin valor para quienes se enriquecen y benefician de este tipo de esclavitud. Tal y como explica Rocío Mora, directora de Apramp, una de las ONGs de referencia en este ámbito, “es una obviedad que son muy pocas mujeres que se prostituyen, que están ahí porque quieren, la inmensa mayoría son víctimas de la trata o la explotación sexual”. Explica los indicios que demuestran que tras esas chicas hay una organización: viven encerradas en pisos o clubs donde comen y cenan, e incluso a las que están en la calle les llevan la comida y la leña para las fogatas. “Hay mujeres que a la hora de llegar al aeropuerto ya aparecen en la calle Montera de Madrid y no saben ni en qué ciudad están”.
Los relatos y testimonios de las víctimas ponen de manifiesto la barbarie, el atraso y la degradación que conlleva un sistema y una justicia que permiten este tipo de maltrato flagrante hacia los seres humanos. Algunos son especialmente escalofriantes. El diario El País recogía muchos de ellos en una serie sobre la trata de seres humanos. Hablando sobre las víctimas de explotación sexual explicaba: “En 2012, una víctima rumana que logró escapar y fue de nuevo capturada acabó atada a un radiador, rapada al cero y con un tatuaje en la muñeca que le recordaba su precio, con un código de barras. La mostraban a sus compañeras de piso para que vieran lo que les podía ocurrir”. Increíble, repugnante y aterrador pensar que vivimos en las mismas ciudades donde estos dramas suceden ajenos a la vista de la mayor parte de la sociedad.
Pero, ¿cómo es posible que esta realidad conviva sin problemas con la legalidad? ¿Cómo un negocio de tal magnitud –el segundo más lucrativo por detrás de las drogas– puede pasar inadvertido para Hacienda, para la policía? Pues la respuesta es tan sencilla como aberrante. Y es que quien se acaba beneficiando de este gran negocio no son otros que los grandes capitalistas con conexiones en las altas esferas de la política, de la judicatura, la policía… Y esta afirmación no es ninguna exageración polémica. Baste como muestra recordar la conversación filtrada entre Ignacio González –antiguo vicepresidente de la Comunidad de Madrid y mano derecha de Esperanza Aguirre durante años– y Luís Vicente Moro –exdelegado del Gobierno en Ceuta– cuando comentaban compungidos sobre la mala racha de un amigo común, hostelero, e Ignacio González proponía para mejorar la rentabilidad del negocio “usar uno de ellos (los hoteles) como una casa de putas y convertirlo en un puticlub con habitaciones cojonudas”, a lo que su colega le responde: “lo hemos pensado todo ya…, Palencia está llena de puticlubs”. Termina la conversación recomendándole puticlubs, claro, “los puticlubs, al lado de Palencia… donde teníamos la fábrica de azúcar, a tres kilómetros o cuatro, hay uno que te caes para atrás”. Sin palabras.
Pero no se trata de un par de desalmados y depravados machistas y puteros, no son casos aislados. Todo el sistema protege los negocios de personajes como éstos. Y muy especialmente el Partido Popular. De hecho, la última reforma del código penal de 2015 estuvo a punto de castigar el proxenetismo totalmente, lo que hubiera significado el cierre de clubs e incluso prohibir la publicidad “erótica”. El texto pasó en el Congreso, pero en el Senado una mano, la del PP, retocó el texto y asoció el proxenetismo al concepto de explotación, que abre un margen de interpretación y sigue dificultando la prueba. Es decir, el Partido Popular evitó que así fuera.
¡No es la crisis! ¡Es el sistema!
Es obvio que no puede existir esclavitud para más de 40 millones de personas en todo el mundo si no es con la connivencia, el amable permiso y el agrado de los grandes banqueros, propietarios y magnates que se lucran gracias a ellos. Y no sólo ellos, sino todos los que trabajan a su servicio, los que reciben los sobres en Génova 13 y en otras sedes de partidos en todos los países de todo el mundo, en grandes fincas y casas de lujo, donde viven jueces, propietarios de medios de comunicación y un largo etcétera de todos aquellos que forman parte de ese gran ejército de mercenarios, de ese conglomerado al servicio del gran capital que abarca los gobiernos, los grandes operaciones financieras, las empresas generadoras de opinión como cadenas de televisión y periódicos, la judicatura… El trabajo esclavo no es ningún accidente, no es excepcional, no es residual, sino una práctica que cada vez golpea a más personas por la sencilla razón de que el capitalismo lo necesita en momentos como éste, de vacas flacas, para poder reponerse y seguir aumentando sus beneficios.
Esto es todo lo que un sistema agotado y decrépito como el capitalismo puede ofrecer a la sociedad. La hipocresía y la moral podrida de los dirigentes de las grandes potencias y los gobiernos a su servicio, de las instituciones que se supone defienden los derechos humanos mientras miran para otro lado en cuestiones tan graves como éstas, ponen encima de la mesa de una forma clara la necesidad de acabar con un sistema que condena a la mayoría. Y cada vez de forma más brutal, cruel y salvaje. Los avances y progresos que están al alcance de la mano en este momento histórico en el que las fuerzas productivas, la tecnología y la ciencia harían posible la mejora de la vida de millones de personas o acabar con la escasez, se desarrollan en sentido opuesto a toda velocidad. La naturaleza de este sistema le empuja a luchar por su supervivencia y eso significa, en momentos de crisis como éste, echar mano de todos los recursos posibles. Si es a costa de hacer retroceder a la sociedad siglos y siglos… que así sea. Por eso, para defender el futuro de la humanidad, para defender el derecho a vivir una vida digna hay que luchar por derribar este sistema caduco y construir una nueva sociedad en la que la ingente riqueza que el hombre es capaz de producir sirva para garantizar la dignidad de todas las personas y no la explotación y el sometimiento de la inmensa mayoría por parte de una minoría parásita.
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